Revista de Arte y cultura

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Era aquel un frío invierno, cuando ocurrieron los hechos que voy a relatar. Apenas había comenzado el pasado siglo, y en este verde valle, regado por cien arroyos, de nuestra historia, las frecuentes e intensas nevadas todo lo habían cubierto. Pocas veces fue tanta la nieve caída, tanta que el pueblo parecía haber desaparecido en la gélida tempestad. Solo unas inseguras columnas de humo nos avisarían de su presencia. El bosque de desnudos troncos, y de ramas vencidas por el peso, parecía abandonado, siempre en silencio, como si todos sus habitantes hubiesen huido.

         En la ultima casa del pueblo, apenas a cien metros de las Tainas, Cerval, el pastor, se había levantado como siempre antes del amanecer . Sentado junto al fuego, con la vista perdida en las llamas, desayunaba torreznos que solo consentían en bajar al estomago arrastrados por un torrente de vino. Aquella noche no había nevado, por lo que al asomarse al exterior, comprobó que no era necesario abrir un nuevo camino para salir. Esto le animo en extremo, y decidió concederse algún tiempo mas junto al fuego, al que alimento generosamente. Por fin, tras dar buena cuenta de alguna botella de vino, y de algún torrezno mas, se puso la pelliza, el gorro de lana, se calzo las altas botas de goma, y por el helado y estrecho camino abierto en la nieve se dirigió a las Tainas.

          Poco antes de llegar vio, extrañado, que la hoja superior de la puerta estaba abierta, apoyada contra el muro de piedra. Tanto apresuro el paso que a poco estuvo de caerse. No se oía nada, un silencio sepulcral era lo único que salía del interior. Al llegar, ya con el corazón acelerado, apoyo la barriga en la hoja inferior de la puerta, y dejándose caer al interior, introdujo medio cuerpo para mirar. Sus manos, de pronto, crispadas y presas de un convulso impulso, se agarraron con fuerza a la madera y de su boca salieron terribles juramentos.

.        Delante de el, iluminado por la luz que entraba , yacía con la garganta desgarrada y cubierto de sangre el Morueco. Dentro todo era desolación. Todo sangre. Ovejas muertas en cada rincón, en las mas variadas posturas. Muchas con las tripas esparcidas y otras hinchadas como si fueran a explotar. Un olor repulsivo, mezcla improvisada de humores y tejidos le asalto. Por un instante sintió nauseas Temblando de rabia, se disponía a entrar cuando un gemido, triste y apagado, le interrumpió. Miro en aquella dirección y cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la penumbra, distinguió, al fondo, entre los cadáveres de varias ovejas, a Noble, el mastín. Con la cabeza apoyada en sus patas delanteras le miraba triste , y su espeso pelaje blanco estaba teñido de rojo. Gemía. Se diría que lloraba.

-¡Maldito! ¡ Que has hecho ¡

         Cerro la puerta atrancándola por fuera, y volvió a la casa. El perro había sido siempre su orgullo, la admiración de todo el pueblo. Siempre con el rebaño, pendiente de las rezagadas y de los corderos abandonados, siempre presto para defenderlas. Buscó la escopeta y la cargo con dos cartuchos. Dudaba. Cogió la botella de anís, y a morro bebió un largo trago. Debía hacerlo, se dijo. Mejor en caliente. Sin embargo aquel perro era su mejor amigo, y un fiel aliado en el trabajo. Tal vez no lo vuelva a repetir, pensó, pero dio otro trago y salió. Cabizbajo, arrastrando los pies, fue a cumplir con su deber. Entro en la Taina, y sin dudar un segundo, se acerco para descerrajarle los dos tiros en la cabeza. Los ojos, húmedos, se nublaron, pero logro contenerse. Tiro la escopeta a un lado, y con cuidado, se diría que con ternura, lo cogió en brazos. Con su pesada carga, salió fuera para enterrarlo. Rodeando la Taina se encaminó hacia el cercano bosque de robles. Apenas si se había alejado unos metros cuando paro en seco. Frente a el, un bulto gris destacaba sobre la nieve cortándole el paso. Se acerco, y dejando con cuidado el cuerpo de Noble, lo examino. Su pié movió aquel montón de pelo, pues de eso se trataba, dándole la vuelta. De pronto, la gigantesca cabeza de un lobo, de labios crispados y relucientes colmillos blancos, pareció abalanzarse hacia el. . Fue tal el susto, que cayo al suelo, sentado de culo. Sin embargo, la perdida mirada de aquellos ojos que no le veían, le hizo comprender, cuando ya el pánico le dominaba, que estaba muerto. Instintivamente alargo su brazo hacia Noble, aun caliente, y bajo su espeso pelaje, sus temblorosos dedos descubrieron que estaba cubierto de heridas.

Javier Ugarte

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy bueno y muy tremendo, impresionantte !!

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