Revista de Arte y cultura

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     - No, mañana no, mañana el día está echao. ¡El día está echao!, así me lo dijo Andrés, así me lo dijo, ¡joder! Nunca te decía no, nunca, fuera lo que fuera. Mañana, el día está echao, ¡¡¡Dios, y tan echao!!!.  
     Sabina se retuerce las manos, estrujando una sobre otra, las estira. Se las mira. Se las mira porque nada ve, nada quiere ver más allá de ellas. 
     Sol de invierno, el frío se acurruca en el corazón. El monte, aulagas que hieren al paso, ha desaparecido; el cielo limpio, ha desaparecido. Las casas, el pueblo… han desaparecido. Sólo la luz tenue del sol, el viento, y el murmullo de la gente, sólo ellos y el olor del pino quemándose en las estufas, permanecen junto a la visión nublada de sus propias manos.
     - Así me lo dijo, y eso ya se me hizo raro, ¡mira, que hasta se lo dije a Jose antes de dormirme!... pero ¿cómo ha podido…?¡joder!, ¿cómo ha podido…? 
     Sus dedos son ahora un amasijo de tendones retorcidos que no saben, no entienden el porqué del sufrimiento que se les está infringiendo. 
     -…Qué sóla me voy a sentir…
      Jodida sierra. Pueblos vacíos.  Hombres que no pudieron, no supieron irse.
     Inclina la cabeza, sus manos ahora la sujetan, rojas del frío, del castigo, de ambas cosas. El tiempo, hoy raro, ahora se encoge y retrocede. 

                                                                                        * * *

      Estaba desayunando, cuando llegó la Eugenia. Se quitó las botas, dejó la garrota, la miró y levantó las cejas dando un suspiro. Con pulso firme echó un cacillo de leche caliente en un tazón y se sentó. Las magdalenas estaban sobre la mesa, cogió una y comenzó a empaparla, parsimoniosa. Antes de dar el primer mordisco, graznó, con la magdalena  chorreando, 
     - ¡ Vaya espantapájaros que has puesto en el huerto!
     Los talones golpetean el suelo, rítmicos. Cada golpe un fotograma, un instante y el tiempo desde aquella frase, inmenso. 
     - Pero que dice, madre, yo no he puesto nada, ni siquiera he ido por allí estos días. Le pedí al Toño que echara un par de remolques de estiércol, pero no quiso. , qué raro ¿no?, madre. (-Eso le dije, eso le dije, pero ¿cómo iba a pensar… joder, como iba a pensar…?). 
      La  Eugenia muerde la magdalena. Un hilo de leche se le escapa por la comisura de los labios y resbala, jugando a no llegar a caer, y con la boca llena, sin poder contenerse, habla.
     - Parecía de goma.
Sorbe, con la boca y con la nariz. Traga.
    - Así que me acerqué y lo toqué. Hija y es de carne. Le toqué las manos y es de carne.
Hija, vaya espantapájaros más raro que has puesto. A mí no me gusta.

                                                                                           * * *

     Ocho o diez personas cruzan en dirección a la iglesia. Más gente fuera que dentro. Conversaciones intrascendentes, alivios momentáneos. Saludos, miradas que no quieren mirarse.
     - Bajo a buscar al Toño, toco, no abre, entro, le llamo, miro alrededor y veo encima de la mesa el móvil, la cartera y las llaves del tractor. Y te juro que ya lo veía, Andrés, ya lo veía. Y cojo el camino del huerto y ya lo veía... en el cerezo viejo, al lado del muro... y no se partió, no se partió , ¡joder! no se partió. ¡La única puta rama en condiciones que le quedaba!. 
      Desde el banco de piedra mira, fugaz, la comitiva que ya sale de la iglesia. Tuerce el gesto, no quedan lágrimas.
     - Esa función ya no es para mí.
      Aprieta los dientes, me mira, por primera vez me mira. 
     - Ésta mañana, casi no había luz todavía, me he levantado, he cogido el motosierra, he ido al huerto y del puto cerezo no ha quedado nada, ¡na-da!, ¡ni las cenizas!. Si no, yo no puedo volver a pasar por allí. Ya se lo he dicho a Jose, si no, yo no vuelvo a pasar por allí.

                                                                                               * * *
     El hielo de la mañana muerde las manos mientras baja despacio por el camino, la gruesa pita de sujetar al burro enrollada en la cintura. La noche sólo ha sido una espera, vueltas en una cama que ya presentía el frío y el vacío que estaba por venir. No ve el sol que cumple su rito diario de asomarse al mundo, sólo ve como sus pies van, solos, sin voluntad que los rija, y atraviesan la sombra alargada del cerezo, el cerezo viejo. Se para, y sube entre las ramas por una ruta conocida desde niño. Elige la rama más gruesa. Se sienta en la horquilla. De un solo movimiento, se desenrolla la pita. Nota el cansancio. Hace un nudo alrededor de la rama. El otro extremo ya está preparado. No siente frío. No siente miedo. Hoy, el día está echao.


Carlos Rubio

1 comentario:

Anónimo dijo...

Guau! Me dejó sin palabras.
........... Una prosa y un guión con mucha fuerza.

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