Revista de Arte y cultura

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   Tasio me pide dos cubetos más de pasta desde lo alto del andamio. Embutido en tres jerseys, dos pantalones gruesos, mono de trabajo, faja y gorro, se mueve despacio por el tablón, casi tres metros por encima del suelo.
     - Me lo dijo un médico chino: “a ti, se te ha metido un viento en los riñones”. Y eso es lo que me pasa. 
     La garrucha chirría al tirar, y voy subiendo el primer cubeto. Tasio le da una calada al porro, y dejándolo estar en los labios, posa sobre el madero el cubo de pasta. Está recia, como atenazada por el frío. Hinca en ella la paleta que tiene en la mano, y deja caer el gancho atado al extremo de la soga. Veo sus manos desnudas mientras iza el segundo cubeto. La soga no hace mella en su piel, casi cuero. Mueve los dedos con agilidad. Yo no siento los míos, percibo cada movimiento doloroso, pero ajeno a mí. Quiero verle la cara, pero se da la vuelta tras una cortina de humo y vaho y continúa con la piedra que ha dejado.
     - Éstas tienen buena cara, pero pásame la maceta, que aún hay que afinar alguna. Esto me lleva un rato.
     Salgo de entre los cuatro muros sin tejado. Febrero en la sierra. Silencio. Inspiro, me lleno de aire frío, limpio; resina clara. Decido continuar limpiando las traviesas de tren. Servirán de estructura y cargueros para la casa, los originales de roble consumidos por la carcoma, los años y la humedad. 

     El horror de la máquina comienza. El ruido estridente de la radial armada con un cepillo de alambre inunda el valle, y el olor del pino se desvanece aplastado por el hedor químico de la creosota al desprenderse del madero.

      Vuelvo, y ahora sí, le veo la cara. Me gusta mirarle. Había boxeado. Me lo contó. La nariz le delata. La sonrisa abierta y dientes, pocos. Hay unas cárcavas cerca del pueblo. Rojizas a la luz del atardecer, hieren profundas la tierra, mostrando a capas de diversos colores la disputa sin fin, viento, agua, tierra. La cara de Tasio, la misma lucha, viento, agua, piel. Cárcavas que se modelan, amplían y contraen a cada gesto. Gestos lentos, medidos, como los movimientos sobre el andamio.
     - Y estoy seguro que se me metió en el barco.
     - ¿El qué?
     - Pues el viento en los riñones.
     - ¿En el barco…?.
     Rasca el cubeto con la paleta hasta que consigue hacer una pella con los últimos restos de cemento. La aguanta sin echar durante un instante, me mira, prolonga el silencio con la paleta en el aire.
     -  Cuando trabajé en el… ¡bah!, no recuerdo el nombre… En el mercante que curré.
     - ¿En un mercante…?
     Echa la pella en una llaga y se recrea introduciéndola con cuidado. El placer del recuerdo de algo largamente olvidado, el placer del misterio suscitado.
     - De engrasador.  
     Sus ojillos sinceros chispean, la sonrisa es ahora burlona. Deja la paleta sobre el muro, da una calada a la siempre presente chusta apagada, y mira como a lo lejos, por encima del muro. Rompo la pausa.
     - Me estás vacilando.
     - No.
     Lanza los cubos de goma que rebotan y ruedan entre el montón de piedras acumuladas en el suelo, azar o puntería, acaban a mis pies.
     - Anda, llénalos. Y mueve un poco la pasta, que se está quedando tiesa.
     No puedo evitar echarle una última mirada antes de salir. Sus ojos miran por encima del muro, como si desde las alturas serranas de Castilla quisieran ver el mar. Se quedan fijos, como si lo vieran. Engrasador. Tasio engrasador en un barco. Pongo en marcha la hormigonera y de nuevo el ruido de la máquina derrota al silencio. Miro dentro. El movimiento va haciendo más fluida la masa gris viscosa, como un pequeño mar plomizo, oleaje de tormenta. Sudoroso, la cara negra, tiznada y grasienta, manos grandes, desnudas, tiznadas, grasientas, que manejan una aceitera de aliñar ensaladas, colocando con precisión gotas de grasa oscura en una cadena infinita de engranajes; ruido de máquinas, motores, chirridos que reclaman urgentes gotas melosas, océano, movimiento, rrrooooommmm, rrrruuuuumm, mantra de hormigonera. Tasio engrasa. Posturas imposibles para llevar el soma oleoso a la última rueda dentada que lo reclama, néctar de la vida mecánica. Dientes blancos, pocos, en un mar de cárcavas tiznadas y grasientas, sonrisa satisfecha, victoria sobre el óxido; movimiento, el océano, rrroooommmm, rrruuuuuummmm, mantra de hormigonera…
     - ¡Vamos, que la vas a marear!
     Lleno los dos baldes y paro la hormigonera. Estoy en tierra.
     - Bueno, que, ¿me lo cuentas?
     - Súbeme los cubos.
     Grazna la polea, no vendría mal un poquito de grasa… en casa de herrero, cuchillo de palo que dicen… engrasador… Tasio engrasador en un barco ¿…?
     - Estaba hasta los güevos de mi padre. Era poli. En el curro y en casa. Pues no me cayeron hostias…
     - ¿Y…?.
     - Me largué.
     - ¿En un carguero?
     - Era la única forma de irme a Canadá.
     - ¿A Canadá…?
     - Pues sí, quería irme allí, a Canadá, al bosque, y hacerme trampero… jodé, esta pasta sigue dura, ¿le has echado anticongelante?
     - Una bolsa entera, pero es que sigue helando, y mira que el sol ya lleva pegando un buen rato. Si estoy cogiendo el agua en el casillo de la Vicenta, que tengo la llave, porque la manguera de fuera hoy no se descongela, ya verás. 
     - Pásame la catalana, que se me cayó antes. Ahí, al lado de la pizarra esa grande.
     - Pilla. Pero… ¿de cuándo me estás hablando?
     - Pues tendría yo… 16 ó 17 años… principios de los setenta…
     Coge la paleta y remueve el cemento. La muñeca gira en un baile aprendido y tira una pella de la mezcla justo detrás de la piedra colocada. Otras tres pellas, lanzadas con puntería en apariencia fácil, la rodean. Encerrada en el cofre de cemento ofrece su mejor cara.
     - Hace casi cuarenta años…
     Deja la paleta, se da cuenta de la chusta apagada, mechero y hueco con la mano, dos caladas. Una brisa ligera y fría que baja de la cumbre me trae el humo. La cosecha de éste año tiene un aroma dulzón, cuando menos curioso.
     - …A Canadá, a los bosques, lo tenía todo planeado.
     - ¿A los bosques?
     - Sí, son enormes allí, en Canadá. Había visto una peli en el cine… no recuerdo.
     Se ríe. -  No recuerdo - repite. Mueve entre las manos otra piedra, irregular, sólo dos caras buenas. La coloca sobre las dos inferiores, y, como si llevara siglos esperando ser colocada allí, asienta perfecta, horizontal, en línea y a plomo. 
     - Cogí algo de dinero. De lo que mi madre guardaba. Por si acaso, decía. Igual era por eso, por si acaso me iba, así que lo cogí. Lo sentí por mi madre, lo del dinero…
     Despacio, desata el cordel de un extremo primero, lo sube una cuarta, va al extremo opuesto y repite la operación. Entrecierra los ojos, no sé si le entró humo o comprueba el nivel. Mi héroe. Mangarle a un poli en su propia casa. Para ir a Canadá. A ser trampero. En su cabaña de troncos, todo nevado, haciéndose porros. Forrado de pieles de tejones que había cazado y curtido. Seguro que también tendría alguna de oso. Perseguido por la justicia por robar a un poli, y el allí, asando un trozo de carne en la chimenea de su cabaña de troncos. Seguro que el cabrón de su padre pegó a la madre, como no le pudo arrear a él… Perseguido por los agentes de inmigración por colarse de ilegal – seguro que estuvo de ilegal-, y poner trampas en los bosques. Allí, calentito, en la chimenea, en su cabaña de troncos, con sus pieles, fumando… ¿tendría allí maría…? seguro… con su chusta y la carne asada… joder, el paraíso... Si yo supiera engrasar mercantes…¿cómo coño…?
    - Oye, ¿y tú sabías de eso, de engrasar en un barco?
    - Para eso no hacía falta saber nada. Alcánzame el nivel, que no lo veo claro.
     Sube un par de dedos uno de los extremos del cordel y guiña un ojo, para comprobar. Conforme, no pone el nivel, me lo devuelve sin usar. La burbuja parece querer escapar de su cárcel de plástico, pero no puede. La libertad es sólo cosa de héroes que se van a Canadá, a poner trampas en la nieve, en los bosques, viviendo en una cabaña de…
     - Ehhh! Deja el nivel en otro sitio, que ahí se cae. Toma, mátalo.
    No se puede matar lo que ya murió. La chusta eterna. Siempre me llega igual. Claro, acostumbrado a fumar sólo en su cabaña de troncos…
     - Vale, no hace falta saber nada, pero a alguien tendrías que conocer, no sé, un tío de Madrid, de Carabanchel, con dieciséis años…
     - Me fui a Vigo, con el dinero. Allí estuve unos meses, currando en el puerto, de mozo de carga. No sé, en cinco ó seis meses estaba ya en el mercante… joder, ¿cómo se llamaba?... No me gusta este cordel, me despista, me gusta más fino.
     Como si le costara empezar la nueva hilera, mira las piedras que le quedan sobre el tablón. Acaricia la mejor cara de una grande, dos vetas claras, gris cremoso y una negra. Cuarcita que quiebra por donde quiere, que no respeta el deseo del que la trabaja. Mira otras dos, sin tocarlas, las calibra con los ojos medio cerrados.
     -¿Y cuando llegaste a Canadá?
     Se sienta en el tablón, las piernas colgando. Saca un cogollito que deshace en la mano. Tienta con la otra un bolsillo del mono, nada, uno del pantalón, nada, en el otro lado del mono, ya está, el tabaco de liar. Saca unas hebras y un papelillo arrugado. Mezcla y lía. Sin filtro, como siempre. El gesto ha mudado. Juraría que los ojos que vieron el mar se llenan de él y están a punto de rebosar.
     - Sal y trae piedra, de la buena. Ripia hay de sobra, carga sólo de la buena. Cuatro o cinco carretillas.
     La carretilla hace tiempo que perdió los mangos de plástico, y el tacto del metal en la mano es frío. Antes de cruzar la puerta, oigo el mechero, una pausa, una espiración, dos palabras robadas al humo.
     - No llegué.
     Vuelvo la cabeza. Creo que tengo cara de póker. Me está mirando.
     - El hijo puta Franco. La que me lió… la que me lió. Venga, sube primero una pizarra grande con dos caras, para ésta esquina. Una que dejé apoyada en el casillo.
     Bajo la pendiente hacia el casillo. Lo que va a costar subir con la piedra. Franco. Franco y Tasio. Y la vecina de enfrente, con bata de guata, con rulos azules y rosas, ésta juventud ya no respeta nada, en nuestros tiempos éstas cosas no pasaban, robar a su propio padre… no hay ninguna piedra apoyada en el casillo… blanco y negro, voz de NO-DO, en las primeras horas de la madrugada de hoy, en una operación dirigida por el Generalísimo, dos aviones C-130 que partieron de la base de Morón, trasladaron al mercante Ria de Vigo… será esa, pedazo de piedra, si no tumbo la carretilla no puedo, a ver si así… a veinte soldados de la Brigada de Infantería Ligera Paracaidista. Los hombres, que se lanzaron colgados en sus campanas de nylon, aterrizaron con matemática exactitud en la cubierta del titánico buque. Dando muestras de gran valor y disciplina, ejecutaron la operación “Tasio” con arreglo a los objetivos marcados por el mando…a ver si es ésta la que quería, de espaldas y tirando la subo mejor… consiguiendo reducir al prófugo, que armado con una aceitera de aliñar ensaladas, asedió sin tregua a los heroicos defensores de la patria. Una vez cautivo y desarmado, fue puesto a disposición del alto mando…
     - ¡Ésa no! la que te digo es más pequeña, está apoyada en el casillo.
     - Allí no he visto ninguna.
     - Por detrás, donde el lavadero.
     - Haberlo dicho… oye, ¿y lo de Franco…?
     -¡Que cabrón! que no nos quedaba nada para llegar, dos o tres días creo… y va, y nos manda volver… una historia con el gobierno de Canadá, no sé, algo diplomático… termina de subirla, ésa la pongo encima de un carguero.
     - ...Qué putada… 
     - Cuando me enteré, que nos volvíamos a España, ese día, subí a cubierta cabreado… y allí se me metió, estoy seguro que fue ahí.
     - Se te metió… ¿el qué…?
     - Pues eso, el viento en los riñones…
     - ¡Aah!
     - Y ahí se quedó, en los riñones. Me lo dijo el médico chino. Y de ahí no sale. Eso sí - se aprieta la faja -, yo me forro bien, y entrar, tampoco va a entrar más, que el día que me descuido se me revuelve todo, y luego, una semana en la cama, baldao. Anda, sube más piedra. De la buena, que ripia hay de sobra.
     - Voy. Jo, que vida más perra.


Carlos Rubio Escobar
     








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