Dedicado a todas ellas, las víctimas del acosador,
de la erótica del poder o sencillamente del miedo y la necesidad de mantener el trabajo.
Fue una huida precipitada. Ni siquiera recuerda cómo volvió a casa. Fumaba cigarrillos mientras recorría el apartamento con paso nervioso, como una cucaracha limitada a una lata de angustia. Cuando se acurrucó en el sofá, el sol rompía con timidez la irrealidad de la noche convirtiendo el disfraz de valentía en rasguños de rabia, las verdades en tabús que nunca debieron ser pronunciados. Cerró los ojos mientras sus agitadas pupilas de loca escudriñaban detalles incluso dormida. Presidentes, directores de marketing, jefes de producto, vendedores, artistas, todos volaban como buitres sobre el piercing de su ombligo. Hasta que el lobo feroz lo acarició y lo lamió hasta arrancarlo. Fue entonces cuando la jauría de perras destronadas, artistas envidiosos, compañeros que no perdonaron, todas aquellas manos lanzaron piedras mientras Juana corría con paso desbocado, huyendo del bosque de los egos y las sombras que cobija.
Ni aquel día ni nunca volvió a pisar la oficina. Tal era su pánico que se fue sin más, ni indemnización ni paro ni regalo de despedida. El olor a madera de aquellas paredes de despacho, el contacto de la mesa aplastando su pecho desnudo, dedos ásperos bloqueando con fuerza su cuello mientras la penetraba por detrás; cualquier mota de cercanía habría supuesto la catástrofe final, el completo derrumbe del proyecto de mujer que apenas había empezado a trazar.
Desde entonces analiza cómo pasó del desprecio a su cama. En qué momento pudo ver ternura en el jefe más sádico con el que había trabajado. Dirigía las reuniones como un cacique decide el destino de un puñado de siervos, disfrazado de estrella de rock, con chupa de cuero y John Smith, envuelto en humo de canuto que aspiraba como si en ellos radicase su inspiración, sin compartir su privilegio, aplastando el esfuerzo de muchos, menospreciando a casi todos, a ratos premiando a algún lameculos o seduciendo a novatas e incautas.
La música es casi una condena cuando suenan los discos malditos, como si su eco llamase a los fantasmas, acuden imágenes desordenadas que dormitan en la memoria humillada de Juana, el frío de las rejas clavadas en su espalda del cierre de algún garaje solitario, las manos de lobo feroz dirigiendo su cabeza, arriba, abajo, los dedos clavados en su cráneo, más rápido, el viscoso semen salado en su garganta. El agujero de una patada en la puerta de su apartamento. El lobo feroz levantando su mano con el casco de la moto, estrellándolo sobre su cabeza, gotas de sangre caliente que aún manchan sus mejillas. No puede evitar el vómito, ni limpiar su lengua y enjuagar la garganta con la esperanza inútil de borrar el sabor de lo indigno mientras siente el dolor de la mutación de mujer a cucaracha atrapada en una lata de angustia. Fumando. Barriendo. Limpiando inexistentes motas de polvo que no pueden eliminar la mancha tatuada en su interior. Cómo pudo aceptar noches de hoteles de ensueño, disfrutar cenas de lujo o consentir regalos de amante caprichosa bajo sábanas de seda. Cómo pudo mantener la mirada firme frente a la esposa ignorante, los hijos inocentes, la única isla donde sus habitantes desconocían la existencia de la nueva amante del marido, el padre. Cómo pudo dejarse arrastrar por la erótica del poder perdiendo su propio significado, su identidad de mujer íntegra, implacable ante babosos, pelotas o lameculos. Cómo no percibió el acoso, la manipulación calculada, la encerrona final hasta que le entregó lo único que quería. No era amor. Ni tan siquiera fue follarla. Nada más que contar hasta el último detalle de cómo se había follado a la nueva, sólo engordar su ego ilimitado, tan ligado al poder como a su pene laxo, ya en el paso de miembro maduro a inútil pellejo de viejo verde. Otra novata más que reinaría hasta que llegase el nuevo fichaje, siempre joven, siempre bella, unas veces inocente y sumisa, otras guerrera; rubia o morena, eso daba igual.
Desde entonces Juana dejó de ser. Desapareció. Desapareció incluso de la agenda de los móviles de todos los contactos de profesión. Como si el viento se hubiese llevado a la joven promesa, a los cotilleos de pasillo y cocina que condimentaron el caldo de celos y envidias en el que la cocinaron hasta llevarla a la ebullición previa a la crisis nerviosa. Juana lleva casi ocho años recluida en aquella otra ciudad, sobreviviendo entre extraños. Recorre calles anónimas, quizá buscando a otros solitarios que como ella necesitan vivir escondidos. Con la desconfianza pegada a su coño y a su piel ya casi herméticos al roce. Desde entonces busca trabajo. Pasan los años y su proyección profesional se convierte en crudículum de talento en desuso. Pero todos dicen. Todos agobian. Está harta de oírlo. Si no estás en la red estás muerta.
Y Juana ya ha estado muerta una vez.
Hay días en que aún transita por la senda de los zombies, como si los huesos y el polvo de espectros antiguos reclamase los restos de lo que quedó de ella tras ser devastada por todos, las zorras, el lobo, las víboras que serpentean los círculos de poder. Volver a esa especie de alzheimer de recuerdos desperdigados entre senderos que recorrió con andar ingrávido, arrastrando huesos que pesaban como molinos de piedra, la piel acartonada incapaz de percibir la caricia del viento en las mejillas. Lo cierto es que volver a la senda donde dormitan los zombies le aterroriza mucho más que el rastro virtual del lobo feroz. Pero Juana no puede estar en el mundo digital, necesita seguir escondida y las redes son públicas, cotillas, indiscretas.
Juana toma café cuando recibe la llamada de aquella ex compañera a la que un día estuvo muy unida, y se lo suelta, a bocajarro, le han echado, al cerdo cabrón, sí, ayer mismo, dicen que ha sido por un lío de faldas, parece ser que alguien le ha acusado de maltrato, como te lo estoy contando, sí, qué fuerte, unos dicen que pegó una paliza a una puta en no sé qué fiesta, otros dicen que intentó abusar de una artista a la que acaban de fichar. Dicen que la policía le fue a buscar la oficina. Sí. La puta, la artista o el manager, qué más da, por fin alguien ha tenido cojones para denunciar a ese cabrón.
Cuando cuelga le invade una extraña calma de propósito cumplido. Venganza que sabe a fruta y refresca una garganta quemada con ácido de abuso no confesado. Por un instante, Juana cree en el destino o tal vez en la justicia divina.
Abre una cerveza. Debe celebrarlo. Debe volver a ser visible. Sabe cómo se hace. Su padre se lo ha explicado mil veces, cada vez que viene de visita, como la niña a la que hay que cuidar. La niña resuelta a la que todos los meses le falta dinero para llegar a final de mes. La niña inteligente de los idiomas y las buenas notas que sigue sin trabajo. Su bien más preciado. Su princesa. La misma que arruinó su carrera en el momento exacto en el que se abrió de piernas ante su jefe. Ni tan siquiera un caballero. Un señor elegante que pudiera despertar la admiración de su niña hubiese sido quizá perdonable. Un tipo chulo, ridículo; un absurdo. Un nuevo rico con pinta de paleto. Un viejo que podría ser compañero de instituto de su propio padre. A veces percibe trazos de vergüenza en los ojos de su padre, la culpa de haber engendrado a la doncella que destrozó el cuento cuando se dejó seducir por el lobo feroz, y Juana baja la vista, incapaz de afrontar secuelas de desilusión.
Juana se conecta. Toma la precaución de abrir los perfiles con su apodo familiar, tan distinto a su nombre, jamás revelado en su entorno laboral. Tarda varios días en unirse a Facebook. Esa red que ha considerado casi demoníaca, hervidero de cotillas en el que tantos publican su intimidad y los amigos virtuales evalúan con me gusta o no me gusta. Y comentan. Y están. De alguna extraña manera se comunican. Le invade cierta prisa. Acaso buscando el rastro del lobo feroz. Para observar su caída. Saborear una venganza casi tan deseada como el hijo que ya no tendrá, añorada cada noche, tras pensamientos envueltos en humo de autoestima calcinada.
Teclea su nombre, su apellido; reconoce la soberbia en su foto de perfil. Percibe un frágil temblor en los dedos. La respiración se concentra, como paralizada. La foto no es actual, debe de tener 20 años. Pobre diablo, Juana sabe que la vanidad le impide exponer su vejez, lee el comentario con detenimiento. Habla sobre artistas hipócritas, falsos compañeros, pelotas y ladillas que desaparecen con el cargo. Dolido, resentido. Ese jefe energúmeno, acosador, el maltratador, la bestia feroz. El cerdo cabrón que ha vivido a golpe de sueldos y bonos que abrazan el insulto, comprando sexo y lujo y casas para olvidar la mala sangre de que ni su hijo le quiera. Ahora se queja desde el único asiento donde hay hueco para él, la herramienta de falsos amigos, reflexiones de solitarios, parados, marcas, empresas, parientes lejanos, juegos o páginas que te gustan o ya no te gustan.
En la vida real no hay lugar para él. Ya nadie pagará porque su culo sádico y peludo ocupe el sillón de presidente. Su gloria murió con su último abuso. El lobo feroz hoy sólo es un viejo humillado, alguien que se creyó tan poderoso que confió en no caer. Nunca.
Y Juana sonríe, salta, se agarra la falda y canturrea con aire cínico ¿quién teme al lobo feroz?, la, la, la, la, la, la, ¿quién teme al lobo feroz?, la, la, la, la, la… dando rápidas vueltas sobre sí misma, como de niña, cuando aún era la princesa de papá y respiraba el orgullo de sus ojos.
Un relato de
Rita Relata
http://relatosmudos.blogspot.com.es/
Ilustración:
Esther Revuelta
http://estherrevuelta.blogspot.com.es/
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Desde entonces analiza cómo pasó del desprecio a su cama. En qué momento pudo ver ternura en el jefe más sádico con el que había trabajado. Dirigía las reuniones como un cacique decide el destino de un puñado de siervos, disfrazado de estrella de rock, con chupa de cuero y John Smith, envuelto en humo de canuto que aspiraba como si en ellos radicase su inspiración, sin compartir su privilegio, aplastando el esfuerzo de muchos, menospreciando a casi todos, a ratos premiando a algún lameculos o seduciendo a novatas e incautas.
La música es casi una condena cuando suenan los discos malditos, como si su eco llamase a los fantasmas, acuden imágenes desordenadas que dormitan en la memoria humillada de Juana, el frío de las rejas clavadas en su espalda del cierre de algún garaje solitario, las manos de lobo feroz dirigiendo su cabeza, arriba, abajo, los dedos clavados en su cráneo, más rápido, el viscoso semen salado en su garganta. El agujero de una patada en la puerta de su apartamento. El lobo feroz levantando su mano con el casco de la moto, estrellándolo sobre su cabeza, gotas de sangre caliente que aún manchan sus mejillas. No puede evitar el vómito, ni limpiar su lengua y enjuagar la garganta con la esperanza inútil de borrar el sabor de lo indigno mientras siente el dolor de la mutación de mujer a cucaracha atrapada en una lata de angustia. Fumando. Barriendo. Limpiando inexistentes motas de polvo que no pueden eliminar la mancha tatuada en su interior. Cómo pudo aceptar noches de hoteles de ensueño, disfrutar cenas de lujo o consentir regalos de amante caprichosa bajo sábanas de seda. Cómo pudo mantener la mirada firme frente a la esposa ignorante, los hijos inocentes, la única isla donde sus habitantes desconocían la existencia de la nueva amante del marido, el padre. Cómo pudo dejarse arrastrar por la erótica del poder perdiendo su propio significado, su identidad de mujer íntegra, implacable ante babosos, pelotas o lameculos. Cómo no percibió el acoso, la manipulación calculada, la encerrona final hasta que le entregó lo único que quería. No era amor. Ni tan siquiera fue follarla. Nada más que contar hasta el último detalle de cómo se había follado a la nueva, sólo engordar su ego ilimitado, tan ligado al poder como a su pene laxo, ya en el paso de miembro maduro a inútil pellejo de viejo verde. Otra novata más que reinaría hasta que llegase el nuevo fichaje, siempre joven, siempre bella, unas veces inocente y sumisa, otras guerrera; rubia o morena, eso daba igual.
Desde entonces Juana dejó de ser. Desapareció. Desapareció incluso de la agenda de los móviles de todos los contactos de profesión. Como si el viento se hubiese llevado a la joven promesa, a los cotilleos de pasillo y cocina que condimentaron el caldo de celos y envidias en el que la cocinaron hasta llevarla a la ebullición previa a la crisis nerviosa. Juana lleva casi ocho años recluida en aquella otra ciudad, sobreviviendo entre extraños. Recorre calles anónimas, quizá buscando a otros solitarios que como ella necesitan vivir escondidos. Con la desconfianza pegada a su coño y a su piel ya casi herméticos al roce. Desde entonces busca trabajo. Pasan los años y su proyección profesional se convierte en crudículum de talento en desuso. Pero todos dicen. Todos agobian. Está harta de oírlo. Si no estás en la red estás muerta.
Y Juana ya ha estado muerta una vez.
Hay días en que aún transita por la senda de los zombies, como si los huesos y el polvo de espectros antiguos reclamase los restos de lo que quedó de ella tras ser devastada por todos, las zorras, el lobo, las víboras que serpentean los círculos de poder. Volver a esa especie de alzheimer de recuerdos desperdigados entre senderos que recorrió con andar ingrávido, arrastrando huesos que pesaban como molinos de piedra, la piel acartonada incapaz de percibir la caricia del viento en las mejillas. Lo cierto es que volver a la senda donde dormitan los zombies le aterroriza mucho más que el rastro virtual del lobo feroz. Pero Juana no puede estar en el mundo digital, necesita seguir escondida y las redes son públicas, cotillas, indiscretas.
Juana toma café cuando recibe la llamada de aquella ex compañera a la que un día estuvo muy unida, y se lo suelta, a bocajarro, le han echado, al cerdo cabrón, sí, ayer mismo, dicen que ha sido por un lío de faldas, parece ser que alguien le ha acusado de maltrato, como te lo estoy contando, sí, qué fuerte, unos dicen que pegó una paliza a una puta en no sé qué fiesta, otros dicen que intentó abusar de una artista a la que acaban de fichar. Dicen que la policía le fue a buscar la oficina. Sí. La puta, la artista o el manager, qué más da, por fin alguien ha tenido cojones para denunciar a ese cabrón.
Cuando cuelga le invade una extraña calma de propósito cumplido. Venganza que sabe a fruta y refresca una garganta quemada con ácido de abuso no confesado. Por un instante, Juana cree en el destino o tal vez en la justicia divina.
Abre una cerveza. Debe celebrarlo. Debe volver a ser visible. Sabe cómo se hace. Su padre se lo ha explicado mil veces, cada vez que viene de visita, como la niña a la que hay que cuidar. La niña resuelta a la que todos los meses le falta dinero para llegar a final de mes. La niña inteligente de los idiomas y las buenas notas que sigue sin trabajo. Su bien más preciado. Su princesa. La misma que arruinó su carrera en el momento exacto en el que se abrió de piernas ante su jefe. Ni tan siquiera un caballero. Un señor elegante que pudiera despertar la admiración de su niña hubiese sido quizá perdonable. Un tipo chulo, ridículo; un absurdo. Un nuevo rico con pinta de paleto. Un viejo que podría ser compañero de instituto de su propio padre. A veces percibe trazos de vergüenza en los ojos de su padre, la culpa de haber engendrado a la doncella que destrozó el cuento cuando se dejó seducir por el lobo feroz, y Juana baja la vista, incapaz de afrontar secuelas de desilusión.
Juana se conecta. Toma la precaución de abrir los perfiles con su apodo familiar, tan distinto a su nombre, jamás revelado en su entorno laboral. Tarda varios días en unirse a Facebook. Esa red que ha considerado casi demoníaca, hervidero de cotillas en el que tantos publican su intimidad y los amigos virtuales evalúan con me gusta o no me gusta. Y comentan. Y están. De alguna extraña manera se comunican. Le invade cierta prisa. Acaso buscando el rastro del lobo feroz. Para observar su caída. Saborear una venganza casi tan deseada como el hijo que ya no tendrá, añorada cada noche, tras pensamientos envueltos en humo de autoestima calcinada.
Teclea su nombre, su apellido; reconoce la soberbia en su foto de perfil. Percibe un frágil temblor en los dedos. La respiración se concentra, como paralizada. La foto no es actual, debe de tener 20 años. Pobre diablo, Juana sabe que la vanidad le impide exponer su vejez, lee el comentario con detenimiento. Habla sobre artistas hipócritas, falsos compañeros, pelotas y ladillas que desaparecen con el cargo. Dolido, resentido. Ese jefe energúmeno, acosador, el maltratador, la bestia feroz. El cerdo cabrón que ha vivido a golpe de sueldos y bonos que abrazan el insulto, comprando sexo y lujo y casas para olvidar la mala sangre de que ni su hijo le quiera. Ahora se queja desde el único asiento donde hay hueco para él, la herramienta de falsos amigos, reflexiones de solitarios, parados, marcas, empresas, parientes lejanos, juegos o páginas que te gustan o ya no te gustan.
En la vida real no hay lugar para él. Ya nadie pagará porque su culo sádico y peludo ocupe el sillón de presidente. Su gloria murió con su último abuso. El lobo feroz hoy sólo es un viejo humillado, alguien que se creyó tan poderoso que confió en no caer. Nunca.
Y Juana sonríe, salta, se agarra la falda y canturrea con aire cínico ¿quién teme al lobo feroz?, la, la, la, la, la, la, ¿quién teme al lobo feroz?, la, la, la, la, la… dando rápidas vueltas sobre sí misma, como de niña, cuando aún era la princesa de papá y respiraba el orgullo de sus ojos.
Rita Relata
http://relatosmudos.blogspot.com.es/
Ilustración:
Esther Revuelta
http://estherrevuelta.blogspot.com.es/
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